Así se hace

febrero 26, 2009

El barrio chabolista de Garib Nagarde, en Bombay, India, ha comenzado a recibir como héroes a los niños que protagonizan la película Slumdog Millonaire, que acaba de conseguir ocho Oscars. Los niños actores provienen de familias pobres. El Gobierno indio les ha ofrecido viviendas nuevas tras su éxito en Hollywood.
EL PAÍS/ REUTERS


«La noticias no existen. Las noticias se inventan»

febrero 2, 2009

Tenía una entrevista concertada para esta tarde. Aquí, en Zumaia. La entrevistada, una argentina encargada de una asociación de mujeres inmigrantes. Ya la había cagado al contactar con ella por teléfono para pedirle la entrevista esta misma mañana – asuntos enrevesados corporativistas del periódico – y presentía que la iba a volver a cagar en el encuentro. Podía más o menos imaginarme quién era la mujer con la que me iba a encontrar, de alguna vez que otra que la había visto por la calle. Me dijo dónde estaba la tienda que ella ahora regentaba, y que allí nos encontraríamos. Para llegar hasta allí desde mi casa, tenía que pasar por la parte de atrás, donde hay una gran cristalera. Desde detrás de su ordenador siguió con la mirada cómo apuraba nerviosa las últimas caladas del cigarro.

Abrió la puerta. Dos besos. Me preguntó por mi nombre y me condujo hasta su mesa. «Sentate» me dijo. Sobre el escritorio le aguardaba el mate con la correspondiente pajita de acero hirviente. Por lo que vi en su ordenador estaba terminando una especie de informe. Mientras yo desplegaba todo mi kit del periodista sobre la mesa, ella esperaba apoyada sobre la estufa, sentada sobre sus manos para calentarlas. Típico silencio incómodo entre las presentaciones y la primera pregunta.

Increible el trabajo que hace esta mujer para ayudar a las mujeres inmigrantes en esta comarca. Tanto, que me dio rabia tener que limitarme a un par de preguntas sobre eso, porque en realidad la entrevista no tenía nada que ver con su trabajo, sino con lo que ha supuesto el periódico para el que trabajo para la asociación.

En cuanto apagué la grabadora me preguntó si llevaba mucho tiempo trabajando para el periódico. Respondí que solo era colaboradora, que aún estaba estudiando. En seguida se interesó, «a qué te querés dedicar?». Todavía no lo tengo claro, me gusta la prensa escrita. Ríe. «Yo también soy periodista», dice. Lo sabía, alguien me lo había dicho hace años, entendí por qué me imponía tanto respeto. «El potencial ahora está en lo digital» me dijo. Ya lo sabía, pero yo siempre había preferido el papel, dije. Eso en seguida la llevó a comenzar a hablar de que se estaba perdiendo el periodismo de análisis; «cuando voy al baño que me sirvan información, para eso también tengo la tele, pero si me siento a desayunar con un periódico delante quiero reflexión». «Eso pasa porque el periodismo no se siente» sigue, «tienes que sentir el periodismo en las tripas para contar las historias, eres periodista las 24 horas del día». Parece que le di cuerda, a sus ojos los periodistas han perdido la curiosidad «qué pasa con los periódicos de este país? anda que no hay temas donde meter la nariz! – e interpreta el ademán de meter la nariz- Pero los periodistas no quieren meter la nariz» y hace el gesto de teclear con las manos, como intentando hacer una crítica de quienes sólo se nutren de Internet.

La gente no paraba de entrar y salir de la tienda, la conversación se interrumpía cada dos por tres. Yo llevaba de pie y con  la chaqueta puesta lo menos hacía cinco minutos, pero esperaba a que los clientes salieran para poder seguir con la conversación. No quería irme de allí. Se puso a hablar de los detalles, de que la gente se había olvidado de ellos, cuando, en realidad, se podían hacer mil historias en torno a los más nimios detalles. «Las noticias no existen. Las noticias se inventan» me espeta. Discrepo, en un alarde de ingenuidad. Y ella me contraargumenta siguiendo con la excusa de los detalles «uno tiene que observar, y a partir de cualquier pequeño detalle se arma la historia».

Suena el teléfono, esta vez entiendo que es hora de que me vaya. Sonrío, saludo con la mano. «Chao María». «Gracias» le digo. Todavía no sé si se las di porque me había concedido la entrevista, por la especie de clase que me acababa de dar, o en un intento aborto de disculpa por el hecho de que yo, que durante la conversación me mostré en contra de la superficialidad, sólo me había dignado a hacerle a un par de preguntas acerca de la labor que lleva a cabo.


Un viaje a Rusia. Día séptimo

febrero 1, 2009

En Moscú ya no tenemos ninguna mentora de la que deshacernos, pero seguimos quedando a las nueve «sharp» que al final acaban siendo nueve y media. En el camino desde nuestro hostal hasta  la plaza roja hay lo menos tres creperías. Paramos para desayunar. De nada nos ha servido quedar a las nueve «sharp» porque al final salimos media hora más tarde del hostal y tardamos otro tanto esperando el suculento desayuno a base de crepes hechas desde un escaparate; es una treta más para atrapar al público, por la transparencia de saber cómo las hacen pero también por el efecto hipnotizador que tiene el proceso de elaboración del dulce francés. Para acompañar, café hirviendo que sabe más a pollo que a café. Estaba diciendo que al final no sirvió quedar a las nueve, porque de todas formas nos retrasamos una hora. Tal vez, quien propuso madrugar tanto, cualquiera de los once de Moscú, ya sabía que esto iba a pasar.

Ya estamos en la plaza roja, parece que Al Gaddafi no ha madrugado tanto como nosotros y que sigue durmiendo en su kaima en mitad de la Plaza Roja. Sigue cerrada. Hay policías por todas partes, cosa que después de casi una semana en Rusia no nos extraña, pero esta vez van todos como en escuadrón, y no en patrullas de dos en dos. Algo pasa. A las puertas de la Plaza Roja se agolpa una multitud sosteniendo los estandartes del comunismo en ondeantes y orgullosas banderas rojas. Ninguno de los allí presentes baja la media de edad de los 60 años. Va a haber alguna especie de acto comunista y todos ellos van a entrar en la Plaza Roja. Alguien tiene la brillante idea de que, si queremos entrar debemos unirnos a ellos y así hacemos. Justo en el momento en el que rebasamos la valla de seguridad, nos esperan cámaras, fotográficas y de televisión. Nunca llegamos a verlos, pero en ese momento todos comentábamos que hasta Mundo saldría infiltrado en una manifestación comunista en todas las portadas de los periódicos de la madre Rusia.

La catedral de San Basilio al fondo, a la derecha el mausoleo de Lenin y a la izquierda el lujoso centro comercial con una fachada repleta de motivos barrocos. En mitad la inmensa plaza que, sorprendente y decepcionantemente no es roja, o al menos, los adoquines, literalmente no lo son. Vamos directamente a ver a Lenin. Su mausoleo, un edificio no demasiado grande construido de una especie de granito negro. Hay seguridad por todas partes. En señal de respeto, nos quitamos los gorros al entrar por la puerta. A la izquierda, las escaleras que nos conducen a él y a la derecha las escaleras por donde saldremos. Comenzamos a bajar, al pasar por delante de un guardia se lleva el índice a la boca en un intento de recordarnos que tenemos que mantener silencio. Recuerdo que estaba nerviosa cuando bajaba por esas escaleras, que tenía la sensación de cuando estás viendo una película de miedo, la música va acrecentando y sabes que es el turno de un susto de un momento a otro.

De pronto nos damos de bruces con la urna en la que él primer líder soviético permanece macerando en formol desde hace años. Lo primero por lo que sorprende es porque es pequeño, enclenque. Conserva su perilla de chivo, y su cara inspira tranquilidad, calma. Viste de traje, tiene las dos manos sobre su pecho, y mantiene la derecha cerrada. Otra sorpersa, creíamos que debía ser la izquierda. En la habitación cuatro guardias más custodian los cuatro costados de la urna en la que descansa el dirigente comunista, que parece que con el paso de los años se ha ido convirtiendo en figura de cera. Hay que rodear la urna, pero rápido, pasar más de cinco segundos mirando a Lenin desde el mismo sitio parece estar prohibido y en seguida ves a los guardias dar un paso al frente para llamar tu atención. Salimos por las escaleras de la derecha. Tengo un sentimiento muy extraño, aún no sé en qué pensaba cuando salí de ese lugar.

Recuerdo en lo que pensaba Sara. Salió diciendo que no entendía cómo el país que más había sufrido las consecuencias de los años negros del comunismo – refiriéndose sobre todo a los años de Stalin- seguía manteniendo símbolos como la hoz y el martillo en cada rincón -literalmente-, o seguía haciendo manifestaciones como la que acabábamos de ver mientras que parecían no recordar los años de los gulags o las purgas de Stalin. Como aquel día, sigo pensando que la hoz y el martillo no son sólo representantes de las atrocidades de Stalin, sino que también representan la ideología, la teoría del comunismo en sí, con todo lo que ello conlleva, todo lo que propuso Marx en su día, y que supone una ideología con la que nos sentimos muy cercanos, por mucho que después en Rusia tuviera consecuencias horribles. Supongo que nosotros desde occidente identificamos la hoz y el martillo desde ese punto de la esencia de la ideología comunista en sí, mientras que en los países ex soviéticos están prohibidos, y en la misma Rusia los siguen venerando.

Tras una larga discusión llegamos al museo del Gulag. Allí pudimos seguir con la reflexión y Sara pudo seguir alimentando sus argumentos. Tenía razón. San Petesburgo y Moscú estaban plagados de símbolos y monumentos a la era soviética pero el único encargado de mostrar la otra cara que vimos, aquel museo del Gulag, no era más que una especie de oficina a cargo de cuatro o cinco personas (que tampoco bajaban la media de edad de los 60) y que se componía de tres o cuatro habitaciones donde había aparatos (radios, herramientas…) que se habían encontrado en los gulags y donde de las paredes colgaban escalofriantes grabados diseñados por los propios presos. Eso y una represesntación de un barracón de un gulag: una litera, una oficina de interrogatorio y una celda. Y eso era todo, eso era toda la atención que la memoria rusa otorgaba a los afectados del comunismo. O al menos lo único que vimos. Eso sí, la «guía» era encantadora, nos colmó de folletos, nos hizo tarifa de grupo y nos acompañaba de habitación en habitación señalando los objetos y cuando lo hacía, en un forzado inglés, decía el nombre de cada uno seguido de la coletilla «…about Gulags».

Para olvidarnos de tanto sovietismo e inyectarnos un poco de capitalismo en vena, acto seguido fuimos a un McDonalds. Bueno, en realidad era porque fue el primer MacDonalds que se abrió en Moscú cuando cayó el comunismo y lo inauguró el mismísimo Nahuel. Todavía recordaba el camino y hasta allí nos llevó. Después nos enteramos de que una vez allí Margherita les dio de vuelta lo que ellos – el ente MacDonalds en general- le habían dado a ella. Y no quiero entrar en detalles más escatológicos.

Una vez fuera y tras el obligado cigarro después de comer, decidimos visitar la parte vieja. Hay que coger el metro. De repente, nadie sabe cómo, Ana, Sara, Laura, Nahuel y yo hemos perdido al resto. Hemos perdido a nuestros representantes de Italia, Francia y Portugal. Damos una vuelta, dos, no los encontramos, los bombardeamos a mensajes pero nadie tiene respuestas. No podemos llamar, tampoco es que la cobertura rusa sea una maravilla. Decidimos dirigirnos a la primera estación de metro de Moscú que se supone que es donde íbamos antes de la parte vieja. Pero, o nos hemos equivocado de estación o no es tan bonita como la pintan. Llevamos una hora de metro, entre que no nos enteramos bien por culpa del cirílico y que tampoco sabemos muy bien a dónde nos dirigimos. Salimos, y veo un cartel que me suena haber visto. Pregunto si no estamos en el sitio de antes. Laura recibe un mensaje del resto, y especifica la hora en la que se lo han enviado, 15.51, ¿qué hora es?, pregunta. Le contesto, son son las 15.50. Ella lo confirma en su móvil, sí son las 15.50. Sara seguía atenta la conversación, nos mira asustada «a ver si vamos a estar viajando en el tiempo y nunca es mi cumpleaños» dice.

Mandamos un mensaje al resto para decir dónde estamos. Esperamos media hora, no aparecen, los pies se nos empiezan a agarrotar y empieza a anochecer. Vamos hacia la parte vieja. Resulta que tampoco es espectacular; nada más que un amasijo de calles. Aunque también puede ser que porque empieza a oscurecer no lo apreciamos bien. Volvemos a saber del resto, también están en la parte vieja pero vienen en la otra dirección. Esperamos otros quince minutos y el frío ya es insoportable. Por fin nos reencontramos todos. El plan es descansar, llevamos todo el día andando y sin ver nada en concreto, pero los museos están a punto de cerrar y no merece la pena. Laura y yo volvemos al hostal, no sentimos los pies, y aprovechamos para descansar en las camas más cómodas que hemos probado en meses.

Al final no descansamos más que una hora o algo más, suficiente para volver a sentir los pies. El resto nos espera en la parada de metro cerca de dónde hay un buffet que dice  recrear  la estética de los años cincuenta en plena era soviética. En la parada hay una estátua de un perro que una señora se acerca a admirar, lo acaricia suavemente y le dirige unas palabras, con el tono que utiliza la abuela para dirigirse a su nieto de dos años. Le lanza una moneda; no sabemos quién es el perro pero debió hacer cosas importantes.

Hemos quedado a las diez, son las diez y cuarto y seguimos esperando, ni rastro de los demás. Nos sentamos en un banco a esperar. Pronto nos tenemos que levantar, porque un señor se aproxima a Laura y a mí. Nos dice algo, decidimos ignorarlo al principio pero se empieza a poner insoportable y no podemos entender lo que quiere decir. Nos levantamos y nos alejamos de él, pero nos persigue, vamos escaleras abajo, otra vez al metro. Nos empezamos a sentir nerviosas y el tipo no para de venir tras nosotras. Nos quedamos quietas en un lugar intentamos ignorarle pero él no se da por aludido, acabamos revoloteando por la estación y él nos persigue. En cierto momento, saca un fajo de billetes del interior de su chaqueta y nos lo muestra, más bien, nos lo ofrece. Laura y yo no sabemos dónde meternos, escapamos de allí y volvemos a donde estaba la estátua del perro. Él deja de perseguirnos, parece que ya se ha dado cuenta de que no somos prostitutas.

Por fin llegan los demás, vamos al buffet amplio y repleto de manjares, y por suerte, con amplio surtido para vegetarianos. Allí comienza nuestra discusión sobre el italiano y el castellano. Margherita dice que en italiano no hay palabras concretas para cada árbol frutal, que se dice albero -árbol- seguido del nombre de la fruta. Nahuel se empeña en que sí que tiene que haberlo. Magherita sigue diciendo que no, aunque dice que alguna excepción hay. Nahuel sigue en sus trece «por ejemplo, si yo voy a una tienda y digo que tengo que plantar una tomatera qué digo» Margherita se rie, «planta de pomodori» dice, Nahuel se pone en situación como si estuviera en la tienda «quiero plantar una tomatera en el jardín de mi casa», Margherita le enseña «io volglio piantare una pianta de pomodori a la mio giardinio de la mia casa» (no prometo que esto sea exacto, pero no he querido utilizar ningún traductor) y Nahuel repite. Sara entra en trance, una vez más, ataque de risa convulsivo.

De allí directos al hostal. Estamos rendidos, volvemos a quedar a las nueve sharp. Algunos caen dormidos antes que otros.


Un viaje a Rusia. Día sexto

enero 13, 2009

Increíble, pero después de dieciséis horas de viaje en un tren en el que miraras a donde miraras, todo era dantesco y surrealista, por fin llegamos a Moscú. A un andén que bien podría ser de cualquier otra ciudad europea. Todavía no sabemos lo que nos espera cuando salgamos de la estación, tras una odisea para comprar los billetes de vuelta a Kaunas, a la Unión Europea. A pesar de las nociones básicas de ruso de Margherita, tenemos que asegurarnos bien de que no cogemos el tren que pasa por Bielorrusia.

Salimos de la estación; lo que sospechábamos, frío. No sabemos con seguridad dónde está nuestro hostal, pero lo que sí sabemos es que tendremos que coger el metro para llegar a él, y lo que no sabemos es por dónde se entra. Nos dedicamos a dar vueltas a un edificio durante al menos quince minutos, perdidos, sin saber dónde está la entrada al metro, y sin tener la habilidad para parar a alguien que sepa inglés.

El edificio entorno al que giramos y sus alrededores desprenden un insoportable hedor a pis. Está todo plagado de kebabs, y de gente que vende móviles. ¿Robados? Bienvenidos a Moscú.

Por fin cogemo el metro, y llegamos a nuestra parada, pero ahora no sabemos la dirección del hostal y nadie pretende ayudarnos. Con los bártulos en la espalda y presas de un terrible cansancio – por la incomodidad del tren y por no haber dormido apenas nada – y del frío – por razones evidentes – echamos a andar. Un pizza hut; son las cuatro de la tarde y aún no hemos probado bocado; ya sabemos dónde vamos a cenar. Calles interminables, cuestas…todo parece un suplicio pero por fin llegamos al hostal y es una bendición; bonito y limpio. Y con las camas más cómodas en las que hemos dormido en meses. Decidimos que es tiempo para desprendernos del asqueroso olor del tren; todos a las duchas y algo de tiempo para descansar. Después iremos a cenar, efectivamente al Pizza Hut; sabemos que el tiempo que hemos reservado para ver la ciudad es muy poco, pero el descanso y la comida eran indispensables.

A las seis de la tarde, con las calles ya oscuras, emprendemos nuestro camino hacia el centro de la capital rusa. Todo sigue siendo igual de imperial y opulento que en Sanpetesburgo, pero en Moscú se respira un aire de mayor autenticidad. Ya  lo dice el mosaico medio derruido que corona el edificio anterior a la plaza roja. Nos habían dicho que verla de noche es todo un espectáculo y así parece, pero sólo lo parece, porque está cercada. Preguntamos a la policía, entendemos que hemos llegado tarde, que la plaza roja tiene horario, pero vemos un atisbo de ella desde fuera. A su derecha, los jardines del Kremlin, repletos de símbolos soviéticos y estátuas por doquier y en la cumbre del parque una bola del mundo, mejor dicho media bola del mundo, un hemisferio norte repleto de estrellas rojas en distintas ciudades. ¿Una pretensión imperial rusa? Probablemente. Rodeamos el Kremlin, y llegamos hasta la catedral de San Basilio, la inspiración de la colourful church de Sanpetesburgo. Llueve a mares y el suelo que nos conduce a ella está mojado; la sensación de encontrársela de frente es similar a la experimentada con la iglesia de Sanpetesburgo.

Parece paradójico, pero en un lateral de la Plaza Roja, se encuentra uno de los centros comerciales más lujosos en los que he estado. Eso sí, por fuera, miles de luces (de navidad) decoran su contorno y aparece imponente y precioso delante de la plaza de la revolución. Este centro alberga una tienda de objetos de lujo, en la que se puede encontrar desde paquetes de cereales Nesquick, hasta botella de sidra asturiana, pasando, por supuesto por carísimos botecitos de caviar, que François y su impulsivo consumismo están dispuestos a comprar, aunque al final no lo hacen. Es pronto, alrededor de las once de la noche, pero tras la caminata y el cansancio acumulado decidimos ir al hostal para poder dormir bien y despertarnos pronto mañana. Allí, por un francés que habla con Julia, nos enteramos de que probablemente la plaza roja estará cerrada durante los tres días que estemos en Moscú, porque Al Gaddafi, presidente de Libia, está de visita oficial, y como es Al Gaddafi y cuando está de visita oficial no puede dormir en otro sitio que en su haima la ha plantado en medio de la plaza roja, y nadie más que él y su tienda de campaña pueden estar allí. Pues ya puede tener un buen sistema de calefacción ahí dentro.


Un viaje a Rusia. Día quinto

noviembre 27, 2008

04-11-08

El día hoy se despierta perezoso y muy cansado. Algo que es imprescindible antes de marchar hacia la capital de la madre Rusia: visitar el museo de Dostoievski, un piso en el que vivió durante un tiempo. Primer intento fallido; el museo esta cerrado por la fiesta nacional rusa, que mas tarde en Moscú nos traerá otros quebraderos de cabeza. Es el último día y hay que aprovechar Sanpetesburgo al máximo: vamos al Hermitage,que se encuentra en el Palacio de Invierno. Es el Prado de Sanpetesburgo, uno de los museos más importantes de Rusia y que sin duda alberga una increíble colección de esculturas y pinturas. Por el camino normal nos habria llevado quince minutos, pero Nahuel armado con su camara se empeña en llevarnos caminando, serpenteando por las calles cercanas al río. Sanpetesburgo es una oda a la megalomanía.

Dos horas de espera para entrar; debido al dia nacional, la entrada es gratis y toda Rusia se agolpa a las elegantes puertas del monumental museo: esta plagado de gente hambrienta de cultura facil, sí, esos mismos que tardan cuatro horas en ver la mitad del museo porque se paran a posar con cada cuadro. Impresionismo francés, barroco español, renacimiento italiano, la antigüedad y un arte contemporaneo que no acabamos de encontrar. Los pasillos, laberínticos, forrados de tapices y las entretelas palaciegas permanecen cerradas para el público.

Exhaustos, llegamos a comer a la primera pizzeria que vemos y con ello la primera sorpresa del día: de repente la cartera de Sara ha desaparecido. Tras varios minutos de revolucionar el restaurante para buscarla sin que las camareras cambien el gesto de la cara – algo a medio camino entre el «no me importa que se te haya perdido la cartera» y el «no me importa que estes poniendo el bar patas arriba»- llegamos a la conclusión de que la han robado. Por suerte aun conserva el billete a Moscú. Y el pasaporte.

Salimos de ese horrible lugar para caminar lentamente por la Gran Vía de Sanpetesburgo. En uno de los túneles por los que se cruzan la calle, un «policía» para a Claudia la portuguesa. No se había dado cuenta de que habia sñales de «no fumar». Le pide 1900 rublos o a la comisaría. No parece un verdadero policía, lleva zapatillas de deporte, un uniforme bastante dudoso y ni siquiera placa. Haciendo alarde de ello, le dice que tiene un precio especial para ella: 500 rublos. Claudia, para salir del apuro acepta y el policía saca los papeles de la «multa» de un kiosco en el que venden tabaco, chocolatinas y suvenires. La insta a que escriba un nombre y un número de pasaporte falsos , según él, para que no tenga problemas con la justicia rusa . Duele pagar 500 rublos a un policía corrupto, un timador, pero era la única solución si queríamos seguir con el viaje.

Paramos para tomar la última cerveza en Sanpetesburgo e intercambiar impresiones en forma de dibujos. Con el gesto de cansancio impreso en la cara llegamos a la conclusión de que los rusos son más bordes que los lituanos; que los lituanos son secos, pero majos y que sin embargo los rusos son maleducados y que cuando nacen los sellan para siempre con el ademán de la amargura. «Ahora pienso en volver a Kaunas y me parece como volver a casa» o «Cuando volvamos a Lituania nos volveremos a sentir en Europa» se oye.

La estación es un monumento al comunismo, un adelanto de todo lo que nos espera en Moscú; en el techo se muestra, Lenin liderando la revolución seguido de sus súbditos sobre un fondo que convierte la escena aún más grandiosa.

Después de atrincherarnos a cenar delante de los paneles, salimos corriendo en cuanto sale el número de nuestro tren. A primera vista, el tren parece de vapor; los vagones verdes y rojos llevan en los costados el sello de la hoz y el martillo y las ventanas son pequeñas y grisáceo ennegrecidas. Nos piden los pasaportes para entrar y esta vez por suerte no hay ningún problema con ellos. Todo está oscuro pero los asientos parecen de cuero, y parecen camas. Las primeras impresiones las vivimos como en una montaña rusa; resulta que los asientos no son asientos, sino camas, y hay cuatro por cada compartimento más dos taburetes en el mismo compartimento pero al otro lado del pasillo. Felicidad. Nahuel, Sara, Laura y yo nos acaparamos uno. Mierda. Los asientos parecen estar numerados. Los rusos nos arrebatan el compartimento que ya habíamos elegido. Nos «acomodamos» en las banquetas a la derecha, que tienen una especie de mesa en el medio y una estantería/cama encima de nuestras cabezas. El viaje va a ser muy triste si nos tenemos que pasar las doce horas mirando como duermen tranquilos los rusos desde nuestros taburetes. Desolación y pesimismo. Se hace la luz; Margherita se convierte en nuestro dios por un momento; llega a donde estamos y con su voz de italiana nos dice: «I am comming to give you the beds». Comienza a desplegar artilugios de las paredes y a transformar los taburetes en camas; ahora todos tenemos algo donde dormir. Incluso sábanas, almohadas y algo a los podríamos llamar colchones, que no inspiran demasiada confianza, y menos las mantas.

A las ocho de la mañana nos despiertan el calor y la sinfonía de ronquidos procedente de un hombre mórbido y un joven que durmió toda la noche en la cama de cuarenta por uno cincuenta abrazado a su novia. A las once hemos despertado todos, picotazos incluidos. El tren lleva media hora parado en medio de la nada rusa. Hará otro par de descansos así antes de llegar a Moscú. Nos llega la noticia: Obama ha barrido. El baño es la visión más hostil que he visto últimamente, como el de Trainspotting. Un pequeño cubículo lleno de mugre y pisotadas marrones, incluso encima de la taza. No hay agua, pero un cubo/bacinilla cuelga de una de las paredes. En dos horas estaremos en Moscú.

s8004507Paradoja: es el día de la patria rusa, pero Obama, que a partir de hoy será el nuevo presidente de Estados Unidos aparece en los escaparates de los kioskos

n1494426940_89867_3404Nahuel, François, Sara y Marghe en la cola para el Hermitage

s8004526Detalle del Hermitage

s8004552Nahuel enseña su obra en el tren camino a Moscú



Un viaje a Rusia. Día cuarto

noviembre 21, 2008

03/11/08

El tercer día en Sanpetesburgo amaneció siniestro, con toda la maquinaria revolucionaria completamente en marcha. Dejamos a las mentoras con su planning plantadas en la puerta del hostal y llegamos hasta el cementerio. Dilemas morales de lugares sagrados aparte, nos acercamos a las tumbas para posar y diseñamos lo que será el próximo catálogo otoño-invierno del pull&bear. Puede que suene un tanto cínico e incluso frívolo que después nos pusieramos a buscar las tumbas de Dostoievski y Tchaikovski como posesos, pensado unos días más tarde, diría tal vez fue impulsados por el hecho de decir «cuando estuve en Sanpetesburgo estuve muy cerca de ellos». Sea como fuere, la sensación del momento inexplicable. La tumba del primero estaba coronada por el busto de alguien que a primera vista, hasta que desciframos el nombre en cirílico, nos pareció un científico. La del segundo, era una especie de monumento con pentagramas grabados en la piedra.

Desde allí, volamos a la gran vía Sanpetesburguesa (¿?) para ir a la iglesia/templo de cuyos costados florecen enormes columnados terminados en algo parecido a dos arcos del triunfo. En el interior, más pinturas de santos y una interminable cola para besar los pies de la virgen.

Por la tarde, después de recrearnos con la -escasa- comida típica rusa, y tras un fallido intento de visitar el museo nacional, decidimos entrar en la colourful church. La misma sensación de reconstrucción que en el resto de Sanpetesburgo. Los mosaicos que adornan sus paredes se habían ido deteriorando con el tiempo, pero emplearon varios años para restaurarlo todo y conseguir que sus paredes emanasen cierto olor a nuevo. Y sin embargo, no deja de encandilar y sorprender, sobre todo a la altura donde se encuentran las cúpulas, pues una vez dentro, al inclinar mucho la cabeza hacia atrás para admirar su interior, descubrimos personas en cada una de ellas. La iglesia se construyó sobre el terreno en el que asesinaron a un príncipe y aún se conserva el adoquinado sobre el que cayó inerte. Lo kitsch llega al súmum en la tienda de souvenirs dentro de la iglesia, en la que venden carros corona (¿?) y una especie de kinder sorpresa con los santos dentro.

Nuestros pies cansados nos llevan al parque y  más tarde al hostal. Sin apenas una hora de descanso, volvemos a las andadas sin rumbo fijo. Finalmente el sueño nos lleva hasta el metro, lleno de sus seres de la noche. Como aquel señor pequeño, minúsculo, calvo y jorobado. Vestía completamente de negro, negro grisáceo eso sí. Vimo que se acercaba a todas las chicas y que las acariciaba. Las acariciaba con sus manos rojas, más rojas de lo normal y con sus uñas ensangrentadas. Nosotras, Estela, Claudia, Laura, Ane y yo, intentamos mantener la calma, el tren llega al anden y nos montamos. Estamos bastante lejos de él, pero se nos acerca poco a poco. Cuando nos tenemos más vagón para escapar, llega a nuestro lado y comienza a acariciar mi espalda, llegamos a nuestro destino.

Esta noche dormiré en otra habitación: Simona se fue con el resto de las mentoras y algún que otro adepto a contemplar el irrepetible espectáculo de ver los puentes abrirse (véase la ironía) y Nahuel y Sara están por ahí de fiesta. No quiero dormir sola y me acogen en otra habitación. No recuerdo cuándo dejé de hablar para caer dormida.

n744165890_1996639_9085Estela y Laura posando para la nueva colecciónd de pull&bear

n708132438_918570_7345Javi y yo más de lo mismo

s8004487Javi y el templarraco

s8004494Laura la portuguesa, Sara, Patricia y Claudia (también portuguesas), Nahuel y Margherita en el «típico» restaurante ruso

s8004498Yo, guapa con la colourful church (por fuera, porque para las fotos dentro había que pagar)


Un viaje a Rusia. Día tercero

noviembre 16, 2008

02/11/08

Las mentoras nos esperan a las once «sharp» en recepción. Un paseo por el elegante metro de Sanpetesburgo, mucha gente y un autobús que nos llevará al palacio de verano de los zares. Mientras esperamos a que el autobús arranque, una pareja discute. Él hace aspavientos con las manos y ella se mantiene fría y ni siquiera le mira. En un momento él sube a comprar el billete; ella se aleja. Él hace un amago de encontrar un sitio en el autobús pero finalmente sale, la busca se acerca a ella con la suavidad que le faltó antes, la coge del brazo y la arrastra al autobús. Se sientan en asientos separados.

Una vaya negra protege los terrenos que los zares utilizaban en la época estival. Como no podía ser de otra forma, es todo enorme, los jardines, las fuentes, los edificios. Se respira opulencia por todas partes; brillantes jardines, a juego con detalles dorados que decoran las fachadas del palacio, árboles desnudos, pasadizos de madera verde y podrida y fuentes aunque preciosas drenadas. Cuando termina el recinto del palacio, vemos como los tenderos aprovechan el tirón masivo turístico para poner sus puestos allí. Todos nos confunden con italianos, pero finalmente todos acaban hablando español.

Declinamos la facilona oferta de las mentoras de entrar a ver el palacio. Visto uno vistos todos. En lugar de ello, y ahorrandonos unos cuantos cientos de rublos, visitamos la fachada trasera. Si creíamos que no íbamos a ver más riqueza por hoy estábamos equivocados. Desde la parte trasera, el palacio se aposenta entre dos escaleras que confluyen en lo más alto. Entre ellas dos, una cascada que ahora, debido al frío no está en funcionamiento e incontables figuras doradas. Bajando las escaleras, una pasarela que nos lleva al báltico, que sigue sin ser un mar de verdad. La luz se cuela entre los árboles pintando en los jardines destellos rojos entre las hojas secas.

Dejamos atrás la morada estival de la realeza rusa, al igual que la dictadura de las mentoras, y siete de nosotros volvemos a Sanpetesburgo. Antes, nos damos de bruces con una réplica de la colourful church. En esta nos atrevemos a entrar; a pesar de que los detalles de las paredes por fuera sean incontables, por dentro sus pareces son lisas, donde descansan miles pinturas de santos, en una distribución un tanto abigarrada. Presenciamos un bautizo: la niña se muestra asustada al principio, pero, finalmente, se deja desnudar y bautizar al modo ortodoxo.

Hambrientos conducimos nuestros pies hacia el primer restaurante que vemos. Es un bufé con comida típica rusa. Patatas, carne y arroz, en resumidas cuentas. Con el estómago lleno y los pies calientes, volvemos a callejear hasta que damos con el palacio de invierno, una vez más un inmenso edificio pero esta vez despojado de su supuesta belleza natural por el andamio que lo cubre. Es guardián de una amplia plaza en la que descansa un obelisco. Seguro que desde sus balaustradas se puede contemplar la monumental catedral neoclásica; una mole gigante de mármol – de Carrara?- y granito con columnas inabarcables; tanto que cuando intentamos abrazarlas la policía rusa nos espanta con tres o cuatro palabros malsonantes. Seguimos nuestra ruta sin itinerario fijo por la ciudad y nos encontramos con los que no se nos unieron a la revolución. Volvemos a abrazarnos en las llamas del fuego eterno. Parece que nieva.

Decidimos que el frío es más o menos soportable y cruzamos uno de los miles puentes sobre el río, y finalmente, vamos a parar a una isla en la que los edificios bien podrían formar un decorado para una película de suspense. En nuestro camino, nos encontramos con la estátua de bronce de un tal Peter, creemos que la ciudad se llama así gracias a él -en realidad no- y padece de microencefalia. Al menos su estátua.

Tiempo para cenar y para reposar las extremidades -véase pies y manos- congeladas. Tras una odisea de mapas e incomprensible cirílico, llegamos a donde queríamos. Un bar que se llama Liverpool, y sí, el cartel está escrito con el alfabeto latino. Sus paredes están forradas de fotos del cuarteto aunque también alguna de Ringo ya entrado en años a su paso por el bar, junto a su mano sellada en un cuadrado de escayola enmarcada, como la de otros tantos artistas, cuyos nombres llevan las sillas. A la salida el sueño bloquea nuestra capacidad de sentir el frío. Justo antes de que cierren, llegamos al hostal. Directos a la cama, los revolucionarios han de tomar fuerzas.

n755996459_946900_1200La fachada trasera del palacio de invierno verano

n755996459_946790_6592La iglesia ortodoxa al lado del palacio de invierno

n755996459_946760_6833

Camino al báltico

n755996459_946783_4314

n755996459_946927_1217La iglesia de columnas inabarcables





Un viaje a Rusia. Día segundo

noviembre 12, 2008

1/11/08

Sanpetesburgo nos abriga. Sí, nos abriga porque resulta que tanto bártulo para el frío y no es para tanto. Al menos por ahora. Puede que sea el agobio que aún arrastramos de quince horas de tren. La estación ya nos da una primera impresión de lo que nos encontraremos en la ciudad; todo con cierto aire imperial, todo gigantesco. Como las escaleras del metro, infinitas, desde el principio del túnel no se puede ver el final, donde hay una cabina con una señora dentro que se encarga de pulsar un botón para que siempre se mantengan en funcionamiento. Suponemos.

Al salir del metro nos encontramos con una ciudad concurrida y gris. Y un poco más fría que antes. La llegada al hostal nos da justo para dejar los macutos, higienizarnos como podemos y volver a la calle. La primera impresión es la de una ciudad con dos partes viejas: una, la más visible muy cuidada y con increíble atractivo turístico y otra legado de los bolcheviques. Industrias por todas partes a un lado del río, algunas aún en funcionamiento y otras mantenidas como una especie de reliquia. Al otro lado enormes edificios revestidos de elegancia por doquier. Una enorme masa de cemento coronada por la hoz y el martillo hace de frontera entre esa parte más soviética y la parte más reconstruida. Nos adentramos en unos enormes jardines custodiados por los bustos de Marx y Engels que se miran de frente, y situados, paradójicamente en frente de una especie de iglesia-museo terminada en ortodoxas cúpulas doradas y con las paredes pintadas de blanco nuclear y azul fosforito. En el camino al restaurante más caro de la ciudad donde nos llevan las mentoras veremos que eso del fosforito y los tonos pastel se estila mucho en todos los edificios.

Recuperamos energía y aligeramos de rublos los bolsillos y reemprendemos la marcha. Ahora sí hace frío de verdad. Cruzamos un pequeño y simple puente de piedra sobre uno de los canales y nos damos de bruces con un jardín interminable una vez más. Esta vez en el centro el fuego eterno, dispuesto allí más bien para calentar las manos y pies de los transeuntes más que para alumbrar la noche ya casi cerrada a las cinco de la tarde.

Desde allí, se puede ver un atisbo, un aperitivo de lo que es lo más bonito que había tenído delante hasta entonces. A medida que nos acercamos, más imponente se presenta la iglesia de San Salvador de la sangre derramada, construida en honor a alguien que mataron en el mismo sitio en el que ella se aposenta ahora y utilizada como almacén durante los tiempos de la guerra y el comunismo. Un tamaño inabarcable, haciendo a todo el que pasa a su vera mirar muy alto. Varias cúpulas a distinta altura, ninguna de ellas tiene nada que ver con las demás, sólo por la forma, y en ellas confluyen dorados, retorcidas espirales y algún que otro damado con colores chillones. Por algo decidimos bautizarla la «colourful church».

Los famosos canales nos presentan el frío de verdad y perdemos al resto del grupo. Llamadas, mensajes y no ha respuesta. Es el vaticinio de lo que ocurrirá en los próximos dos días. Los pies se nos agarrotan y se hacen más pesados. Volvemos al hostal y se acabó Sanpetesburgo por hoy. Cena relámpago y juegos de beber dan como resultado una extraña borrachera derivada del cansancio y el destemple del cuerpo por el constante contraste frío-calor-frío; además también algo de rabia contra «la mentora», que sin previo aviso, y sin ofrecer derecho a plebiscito, se ha convertido en cabecilla de grupo. Mañana llega la revolución.

n682007435_958350_1654

El metro, infinito

n755996459_946839_8592La plaza del obelisco coronado por una estrella

n1494426940_89872_6347Hoz y martillo

n1486656668_30085045_7404Marx nos vigila

n755996459_946796_8736n708132438_918544_7547Frío

n755996459_946882_5436Junto al fuego eterno

n755996459_946920_8529Ella


Un viaje a Rusia. Día primero

noviembre 10, 2008

31/10/08

Hacinados en la línea tres de trolebuses de Kaunas, cargando tres o cuatro kilos por persona entre ropa de abrigo y equipaje, a las tres de la tarde nos dirigimos a la estación de trenes de Kaunas. Es el comienzo de un viaje de más de quince horas que nos llevará hasta la fría – por el tiempo y como comprobaremos durante la semana, por la gente- madre Rusia.

Como si nada, llegamos a Vilnius y tras apurar la parte de las provisiones, entramos en el tren, una enorme y larguísima mole de hierro soviética, con las ventanas justas y apenas sin ventilación. En realidad se agradece el calor que hace dentro; un aire respirado por lituanos con los que tendremos que compartir la primera parte del viaje. Sólo la primera, porque se bajarán justo antes de llegar a la frontera rusa y cuando el tren sea asediado por los soldados armados.

Tensión. Las mentoras nos advierten de que mantengamos silencio mientras piden nuestros pasaportes. Nos habían dicho que llegarían armados hasta los dientes, con metralletas, que ni se nos ocurriera sonreir, y mucho menos sacar fotos. Nada es como lo pintan. Tres mujeres soldado; gorro de pelo con la estrella, la hoz y el martillo incrustados y uniforme verde camuflaje. Llevan unas cajas con distintos compartimentos numerados en los que almacenan nuestros pasaportes y visados. Acto seguido, dos señoronas bien fornidas hacen acto de presencia en el tren. No sé por qué imponen más, si por su tamaño o por su semblante. Llevan enormes y sobrias gabardinas caqui hasta los pies, simplemente miran y se van. Minutos después, vuelven a entregarnos los pasaportes, en unos segundos cruzaremos la frontera rusa y nos olvidaremos del ajetreo de los visados hasta dentro de una semana. O puede que no. De entre las dos soldados, la que parecía menos simpática  comienza a gritar. Pronuncia algo que suena a la palabra lituana «ispaniskai», es decir, español. Nervios. El pasaporte de Laura estaba roto, lo rompieron en la embajada, y como salida de sus casillas, la soldado comienza a soltar una retahila incomprensible y malsonante en ruso. Una de las mentoras traduce. En efecto, habla del pasaporte de Laura, dicen que esta vez harán la vista gorda pero que la próxima vez no la dejarán entrar en el país. Todo en un absurdo tono amenazante.

Pasado el «peligro» comienzan los juegos de viajes. «The killers», durante la estancia en Sanpetesburgo nos tendremos que matar unos a otros con besos en las mejillas, y en el tren caen las primeras víctimas, por eso de que es noche de Halloween. Hacemos un intento de jugar a algo que parece el de las películas, pero en seguida caemos rendidos, y tras unas cuantas incursiones a la insportable sala de fumadores de apenas dos metros cuadrados en la que se fuma más por la nariz que por la boca, se apagan las luces y todo el mundo «duerme». Nadie sabe qué hacer con las piernas, e incluso Sara y Estela deciden que es mucho más cómodo dormir en el suelo. Seis horas soporizados pero apenas sin dormir. Se encienden las luces. Ya es de día en Rusia en en apenas una hora llegaremos a Sanpetesburgo. El ambiente está muy viciado, ya casi no se puede ni respirar.

n755996459_946824_3123Esperando al tren que nos llevará a Vilnius, en la estación de Kaunas

n755996459_946830_5296Estación de Vilnius

n1149202460_30190799_8907En primer plano Nahuel, y al fondo sus adoradas mentoras

n755996459_946835_7119Jure, Laura, Estela y Sara riendo antes de la llegada de los rusos al tren



Kaunas profunda

octubre 24, 2008

Esta señora siempre se deja ver en la plaza de la iglesia, pero no le gusta que la fotografíen

La señora más adorable de toda la Laisves Aleja. Sus libros aún huelen a soviético

Esto me huele a reencuentro

A esto le llamo yo fotografiar el instinto maternal

A este señor tampoco le gustaba que le sacaran fotos

Más señoras adorables

Así llegamos hasta el punto más alto de Kaunas