Un viaje a Rusia. Día tercero

02/11/08

Las mentoras nos esperan a las once «sharp» en recepción. Un paseo por el elegante metro de Sanpetesburgo, mucha gente y un autobús que nos llevará al palacio de verano de los zares. Mientras esperamos a que el autobús arranque, una pareja discute. Él hace aspavientos con las manos y ella se mantiene fría y ni siquiera le mira. En un momento él sube a comprar el billete; ella se aleja. Él hace un amago de encontrar un sitio en el autobús pero finalmente sale, la busca se acerca a ella con la suavidad que le faltó antes, la coge del brazo y la arrastra al autobús. Se sientan en asientos separados.

Una vaya negra protege los terrenos que los zares utilizaban en la época estival. Como no podía ser de otra forma, es todo enorme, los jardines, las fuentes, los edificios. Se respira opulencia por todas partes; brillantes jardines, a juego con detalles dorados que decoran las fachadas del palacio, árboles desnudos, pasadizos de madera verde y podrida y fuentes aunque preciosas drenadas. Cuando termina el recinto del palacio, vemos como los tenderos aprovechan el tirón masivo turístico para poner sus puestos allí. Todos nos confunden con italianos, pero finalmente todos acaban hablando español.

Declinamos la facilona oferta de las mentoras de entrar a ver el palacio. Visto uno vistos todos. En lugar de ello, y ahorrandonos unos cuantos cientos de rublos, visitamos la fachada trasera. Si creíamos que no íbamos a ver más riqueza por hoy estábamos equivocados. Desde la parte trasera, el palacio se aposenta entre dos escaleras que confluyen en lo más alto. Entre ellas dos, una cascada que ahora, debido al frío no está en funcionamiento e incontables figuras doradas. Bajando las escaleras, una pasarela que nos lleva al báltico, que sigue sin ser un mar de verdad. La luz se cuela entre los árboles pintando en los jardines destellos rojos entre las hojas secas.

Dejamos atrás la morada estival de la realeza rusa, al igual que la dictadura de las mentoras, y siete de nosotros volvemos a Sanpetesburgo. Antes, nos damos de bruces con una réplica de la colourful church. En esta nos atrevemos a entrar; a pesar de que los detalles de las paredes por fuera sean incontables, por dentro sus pareces son lisas, donde descansan miles pinturas de santos, en una distribución un tanto abigarrada. Presenciamos un bautizo: la niña se muestra asustada al principio, pero, finalmente, se deja desnudar y bautizar al modo ortodoxo.

Hambrientos conducimos nuestros pies hacia el primer restaurante que vemos. Es un bufé con comida típica rusa. Patatas, carne y arroz, en resumidas cuentas. Con el estómago lleno y los pies calientes, volvemos a callejear hasta que damos con el palacio de invierno, una vez más un inmenso edificio pero esta vez despojado de su supuesta belleza natural por el andamio que lo cubre. Es guardián de una amplia plaza en la que descansa un obelisco. Seguro que desde sus balaustradas se puede contemplar la monumental catedral neoclásica; una mole gigante de mármol – de Carrara?- y granito con columnas inabarcables; tanto que cuando intentamos abrazarlas la policía rusa nos espanta con tres o cuatro palabros malsonantes. Seguimos nuestra ruta sin itinerario fijo por la ciudad y nos encontramos con los que no se nos unieron a la revolución. Volvemos a abrazarnos en las llamas del fuego eterno. Parece que nieva.

Decidimos que el frío es más o menos soportable y cruzamos uno de los miles puentes sobre el río, y finalmente, vamos a parar a una isla en la que los edificios bien podrían formar un decorado para una película de suspense. En nuestro camino, nos encontramos con la estátua de bronce de un tal Peter, creemos que la ciudad se llama así gracias a él -en realidad no- y padece de microencefalia. Al menos su estátua.

Tiempo para cenar y para reposar las extremidades -véase pies y manos- congeladas. Tras una odisea de mapas e incomprensible cirílico, llegamos a donde queríamos. Un bar que se llama Liverpool, y sí, el cartel está escrito con el alfabeto latino. Sus paredes están forradas de fotos del cuarteto aunque también alguna de Ringo ya entrado en años a su paso por el bar, junto a su mano sellada en un cuadrado de escayola enmarcada, como la de otros tantos artistas, cuyos nombres llevan las sillas. A la salida el sueño bloquea nuestra capacidad de sentir el frío. Justo antes de que cierren, llegamos al hostal. Directos a la cama, los revolucionarios han de tomar fuerzas.

n755996459_946900_1200La fachada trasera del palacio de invierno verano

n755996459_946790_6592La iglesia ortodoxa al lado del palacio de invierno

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Camino al báltico

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n755996459_946927_1217La iglesia de columnas inabarcables




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